Se han cumplido los peores augurios para el Gobierno liberal de Donald Tusk. Y para la Unión Europea. Si el presidente, Andrzej Duda, ha frenado la agenda reformista del Gobierno de coalición, que ganó en 2023 con la promesa de restaurar el Estado de derecho y devolver a Polonia al centro de la UE, con Karol Nawrocki en la jefatura del Estado Tusk puede esperar el bloqueo total. El historiador y exboxeador ultranacionalista, populista y trumpista llega al palacio presidencial envuelto en múltiples escándalos que le retratan como un matón con un pasado turbio.
“Soy partidario de la Unión Europea, pero de una que respete la soberanía de las naciones y no imponga ideologías”, afirmó durante su campaña. Europa, dijo también, “necesita hoy una voz fuerte y conservadora también desde Polonia”. Nawrocki se inscribe así en la creciente familia ultra europea que ya no busca sacar a sus países de la UE, sino tomar Bruselas para cambiarla desde dentro. Con esta victoria en la quinta economía del club comunitario, la UE tiene motivos para temer que el partido ultraconservador Ley y Justicia (PiS), que avala al candidato neófito en política, recupere el poder en las próximas elecciones parlamentarias, previstas para 2027.
El trauma de la historia reciente del país cala en toda la sociedad polaca. Es profundamente antirrusa. Pero el sentimiento antialemán, también presente, está mucho más arraigado en el sector ultranacionalista que representa Nawrocki, doctor especializado en historia contemporánea, que dirigió el museo de la II Guerra Mundial en Gdansk, la ciudad báltica donde nació. Antes de lanzarse a la presidencia, gestionaba también el Instituto de la Memoria Nacional. Con él en la jefatura de Estado, el liderazgo de Tusk no queda comprometido solo en la UE, sino también en alianzas como el triángulo de Weimar, que Varsovia había intentado revitalizar para reforzar las relaciones con París y Berlín.
Nawrocki encaja mejor en las alianzas del grupo de Visegrado, en el que se integran Hungría y Eslovaquia, gobernadas por los populistas Viktor Orbán y Robert Fico, respectivamente. Chequia completa el cuarteto, y las encuestas indican que en las elecciones de otoño puede volver a las manos de Andrej Babis, otro ultranacionalista.
El jefe del Estado no decide la política exterior, pero tiene cierta influencia y ejerce labores de representación. Durante la campaña, especialmente en la última semana, quedó clara la simbiosis entre la Administración de Donald Trump y el aspirante ultra. El presidente estadounidense puede contar con un fiel aliado en el Este de Europa, dispuesto a socavar la unidad y los principios europeos desde dentro.
En Polonia es inimaginable que un político cercano a Moscú, como Orbán o Fico, llegue al poder. Nawrocki tiene incluso una orden de detención en Rusia por haber trabajado en la retirada de monumentos soviéticos. Pero desde el palacio presidencial se puede quebrar el apoyo firme a Kiev que le brinda Polonia. “Hoy no veo a Ucrania en ninguna estructura, ni en la UE ni en la OTAN”, dijo durante la campaña, condicionando ese sostén a que se resuelvan conflictos históricos entre los vecinos. El nuevo jefe de Estado se ha comprometido también a revisar las ayudas a los refugiados ucranios en el país, con el argumento de que los polacos son lo primero.
El presidente electo, de 42 años, vincula los valores cristianos con la identidad nacional polaca, y los presenta como un pilar de cohesión social y resistencia frente a lo que él considera ideologías externas. Se opone a la inmigración. Al pacto verde europeo. A las uniones de personas del mismo sexo, no solo al matrimonio igualitario. Y al aborto. “Los valores cristianos son también uno de los fundamentos de la UE y merecen ser enseñados en las escuelas”, afirmó en un debate electoral.
El prestigio de la figura del jefe de Estado queda comprometido por el oscuro pasado de Nawrocki. “Duda parece casi decente” a su lado, bromeaba un analista estos días. Varias investigaciones periodísticas le han acusado de tener vínculos con figuras del crimen organizado, grupos neonazis y entornos hooligan. También, de haber participado en peleas de grupos ultras de hinchas de fútbol.
Una de las investigaciones reveló que había mentido al declarar sus bienes y que tenía un apartamento que había ocultado. Esa vivienda se la habría comprado a un anciano en condiciones cuestionables y muy por debajo de su valor. También le han acusado de mobbing en el entorno laboral, y de irregularidades en el uso de fondos públicos. La sucesión de episodios turbios incluye un capítulo extraño en el que autopromocionó en televisión un libro suyo bajo una identidad inventada. Pero una de las revelaciones más explosivas llegó esta semana, cuando se le acusó de haber facilitado supuestamente servicios de prostitución a clientes de un hotel en el que trabajó como guardia de seguridad.
Él rechazó la mayoría de las acusaciones, aunque reconoció alguna, como una pelea de hooligans en 2009, de las que prácticamente presumió. En una entrevista reciente, la describió como una “actividad deportiva” que, según él, “forjó su carácter”. En otra ocasión, calificó la violencia entre hinchas como un “combate noble y masculino”. Las polémicas generaron tensiones dentro de PiS, pero el partido las atribuyó en público a una campaña de difamación contra su candidato. Y en algún caso, le mostró como un ejemplo de rectitud, con una especie de mérito extra al provenir de un entorno difícil.
Tusk responsabilizó al líder de PiS, Jaroslaw Kaczynski, de haberle elegido como candidato pese a saberlo todo, “sobre las relaciones con gánsteres, sobre ‘conseguir chicas’, sobre el apartamento del amor en el Museo de la Segunda Guerra Mundial, sobre el robo de un apartamento y otros asuntos que aún permanecen ocultos”. “¡Toda la responsabilidad de este desastre recae sobre usted!”, escribió el primer ministro en X. Pese a los escándalos, el candidato de PiS ganó y será el nuevo presidente a partir de agosto. Ahora sobre quien recae Nawrocki es Tusk y su Gobierno.