En los peores momentos de la crisis del euro, la canciller alemana Angela Merkel hizo famosa una palabra que repetía a cualquiera que criticara esas medidas que tanto hicieron sufrir al sur de Europa: alternativlos, es decir, sin alternativa. Con esta idea en la cabeza, Berlín ponía el piloto automático: solo había una política posible y los que demandaran cambios sustanciales vivían fuera de la realidad.
Ha pasado más de una década desde entonces. Merkel ya es una jubilada de lujo que solo interviene en el debate público o bien para promocionar sus memorias o bien para dar un tirón de orejas a sus compañeros democristianos por titubear en el férreo aislamiento a la ultraderecha. Su sucesor al frente del Gobierno, el socialdemócrata Olaf Scholz, ha pasado ya a la historia como un canciller fracasado que tropezó con la guerra de Ucrania y que nunca más se levantó. Y el enemigo íntimo de Merkel, Friedrich Merz, está destinado a heredar las riendas del país que, con Francia, marca el destino de Europa. Pero la Alemania que va a heredar Merz no tiene nada que ver con la que recibió Merkel en un ya lejanísimo 2005.
El país con una política previsible —algunos dirían soporífera— que se regía por un contrato de coalición negociado al principio de cada legislatura por los partidos que se disponían a gobernar, y que luego se cambiaba mínimamente, ya no existe. El que unos diputados díscolos hayan humillado a Merz hasta el punto de negarle el puesto de canciller cuando todo parecía preparado para ello es solo una muestra más de que lo que ocurra próximamente en Berlín admitirá muchos adjetivos, pero no el de aburrido.
Dos factores hacen que ese modelo, ancla de estabilidad en una Europa muy necesitada de ella, haya dejado de existir. Fuera de sus fronteras, Alemania, con un modelo económico basado en la exportación que parece averiado, se enfrenta a un mundo nuevo, con una Rusia imperialista de la que no se puede esperar nada bueno —tampoco energía barata— y un Estados Unidos convertido en una mezcla de aprendiz de autócrata, extorsionador internacional y payaso sin gracia.
Pero quizás más importante aún es lo que ocurre dentro del país. Allí, el partido ultra Alternativa por Alemania (AfD) —creado en 2013 para demostrar a Merkel precisamente que sí existía una alternativa— se ha convertido ya en una gigantesca amenaza a la democracia. El éxito de esta formación —el segundo más votado en las elecciones del pasado febrero, el primero en el este del país y al que algunas encuestas sitúan ya en cabeza, por delante de la CDU de Merz— hace cuestionarse la utilidad del cordón sanitario creado por las formaciones democráticas. Cabe la duda de si lo que en Alemania llaman “cortafuegos” a los ultras no ha hecho más que alimentar al monstruo.
En estas circunstancias, por mucho que los servicios de inteligencia clasifiquen a AfD como “extremista de derechas” y que alerten de que amenaza “el orden fundamental democrático y liberal”, parece inviable pensar en una ilegalización que abriría una crisis política de proporciones descomunales.
Tras la sorpresa de este martes, es muy posible que el Bundestag se reúna de nuevo y elija, como estaba previsto, a Merz como jefe de una gran-pequeña coalición. Pero que nadie se engañe. Eso no significará la vuelta de la Alemania previsible y monótona. Por lo pronto, muchos ciudadanos de la gran potencia europea están convencidos de haber encontrado una alternativa. Aunque esta pueda herir de muerte al proyecto europeo que nació de las cenizas de la II Guerra Mundial.