Llegaron los dos chavos a última hora de la noche con la mirada cruzada. El neón de la taquería decía “abierto” en letras rojas como de rótulo de viejo cine de barrio. En el lateral del carrito de acero inoxidable desfilaban, en un panel electrónico, las palabras Tacos Ruben’s, taquería chingona. Ya entrados en la treintena, los dos jóvenes resaltaban en la oscuridad de la colonia Escandón, en el centro de Ciudad de México. Él, por su metro noventa; la güera, por el pelo rubio y esas curvas de quirófano que, semanas después, cuando ya se había teñido el cabello de negro para confundir su rastro, la delatarían ante los ojos de los policías.
Comieron en silencio, pero con una actitud que hizo que el hijo de Rubén Orozco, el hombre que puso nombre a la taquería, le dijera a su padre: “Estos son medio payasones”. Orozco, que se había ausentado unos minutos del puesto, reparó por primera vez en ellos. Se inquietó.
—Volteo a ver al joven y me está escaneando. Se me queda viendo muy raro.
Lo recuerda con detalle porque aquel día era el cumpleaños de su mujer. Estaba de buen ánimo, enero acababa, las cosas marchaban, era noche de celebración. Miró al hombre del metro noventa a los ojos y preguntó:
—¿Qué se le ofrece? ¿Qué le falta?
El hombre apartó la mirada. Cuando la pareja terminó de comer, se acercó a pagar. Dijeron que eran nuevos en el barrio, que querían hacer una fiesta de bienvenida con una buena taquiza, que si les podía dar su teléfono para contactarlo. El taquero primero se resistió, dio excusas educadas, pero ante la insistencia acabó cediendo. Luego se fue a casa y dejó a su hijo terminando de recoger. El puesto suele cerrar sobre medianoche, pero después todavía queda un rato de limpieza. Una hora después, su teléfono sonó.
—Don Rubén, ¿qué pasó? ¿Cómo está?
—Bien, dígame.
—Pues acabo de mandar a mi gente.
—¿Y qué gente? ¿De qué se trata?
—No te hagas, ya sabes de qué se trata. ¿Cuánto vale la tranquilidad de tu familia?
De 59 años, Orozco gasta complexión de boxeador, es un tipo alto y fornido, profesor de karate en el barrio, diestro también en Haidong Gumdo, el arte de la espada coreana. Luego están las décadas en la taquería, el manejo del cuchillo de carnicero, una mano derecha como una maza de carne. La cabeza disciplinada por las katas, el carácter templado por el trabajo: al principio no se preocupó, pero la voz del otro lado de la línea se metió en su cabeza.
—¿Cooperas o paso por tu hijo, que todavía está lavando?
La conversación telefónica duró 40 minutos y, para el final, Orozco había aceptado pagar 20.000 pesos, unos 1.050 dólares. Los extorsionadores sabían que en Tacos Ruben’s trabajaba toda la familia, que aceptaban tarjetas de crédito, que después de su aparición en la serie de Netflix Las crónicas del taco su clientela se había multiplicado. Orozco aceptó enviarles dos retiros sin tarjeta, una modalidad en la que, con un número de referencia, cualquiera puede sacar dinero de la cuenta de alguien, en cualquier cajero. Durante la llamada mandó un retiro de 9.000 pesos y acordó completar el resto al día siguiente.
En la mañana, Orozco se levantó a las seis y fue al mercado de la Merced a surtirse para la taquería. Para las 14.00 ya había enviado el dinero que faltaba. Pensó que lo peor había pasado. Pero a las 20.30, el teléfono sonó otra vez:
—Dice el jefe que no es suficiente, que no puede ser que en 20 años tú no tengas un ahorro.
Eran criminales de poca monta, pero Orozco no lo sabía. Le dijeron que pertenecían a La Unión Tepito, la mafia capitalina por excelencia, fuerte en la zona norte del centro. Decían que si no tenía dinero en el banco se lo pidiera prestado a un amigo, que vendiera su carro, que le echara imaginación. Asustada, la familia echó cuatro camisetas en una maleta, recogió la camioneta, aparcada en el estacionamiento público frente a Tacos Ruben’s, contrató una mudanza para llevarse el puesto y huyeron. De salida, fueron a la Fiscalía a denunciar. Cinco horas después, en una fría madrugada de enero, la familia abandonaba Ciudad de México.
Balderas es calle y cicatriz, una avenida donde confluyen varias colonias del centro de Ciudad de México, los parques de la Alameda y la Ciudadela, banquetas nuevas, arbolillos, paradas de autobús, tiendas rutilantes y espacios abandonados. Balderas es, también, un espacio en venta. Así se lo hicieron saber en marzo a Antonio García, un nombre inventado que disfraza, por seguridad, su identidad real. García es mayor, su vida no fue fácil. Buscando algo de sustento, un día de febrero llegó a Balderas, frente a un local vacío, y colocó su lona en la banqueta. Vendía herramientas viejas, candados, fruslerías de todo tipo. Le daba para subsistir. Pero en marzo, denunció, tres tipos llegaron a amedrentarlo. Uno de ellos le dijo que era “el coordinador de toda la calle”. Añadió que si quería vender ahí, tenía que pagarles 50 pesos al día. Concluyeron que si no, “se quitara a la de ya”. García recogió sus bártulos y se fue, mientras los otros miraban. Las ventas no daban para un pago así. Aunque denunció, prefirió buscarse otro lugar. “Ya no he acudido a vender por temor a que me puedan hacer algo si no pago lo que me piden”, dice.
Siete millones
En la jerga policial, lo que sufrió la familia Orozco se llama extorsión directa o física: cuando hay contacto directo con el criminal. La llamada telefónica completaba la visita previa de los dos jóvenes a la taquería, que solo necesitaron su número celular para engancharle, la pinza perfecta.
Orozco hizo algo que casi nadie hace: denunciar al momento. El hombre actuó por inercia, no esperaba avance alguno. Esa misma noche, él y su mujer se instalaron en un pueblo a 60 kilómetros de la capital. El hijo del taquero, resguardado con su hermana en casa del novio de ella, puso un mensaje en la cuenta de Instagram de la taquería, dando las gracias a los clientes de tantos años, despidiéndose de ellos y culpando, sin más detalles, a la extorsión.
Aquel mensaje en redes se hizo viral. Tanto, que el alcalde de Miguel Hidalgo, paraguas distrital de la colonia Escandón, Mauricio Tabe, cliente habitual de la familia Orozco, les preguntó cómo podía echar una mano. Orozco conocía al funcionario de sus visitas al puesto, pero nunca se le ocurrió pedirle ayuda. Tabe los envió a la Dirección de Atención a Casos de Secuestro y Extorsión de la policía de Ciudad de México. Una vez ahí, la investigación empezó a avanzar. Era mediados de febrero.
Como parte de la oleada violenta que atenaza a México, la extorsión se ha convertido, a la fuerza, en una de las prioridades de la Administración. Según la encuesta de victimización y percepción de la seguridad en el país, que elabora cada año el Instituto Nacional de Estadística, es el tercer delito que más sufre la población. En 2023, último año de estudio, 5.213 mexicanos de cada 100.000 dijeron haber sido víctimas de extorsionadores. Es decir, casi siete millones de ciudadanos al año: más de 18.000 cada día, 780 por hora, 13 al minuto.
Cobro de piso, apoyos a líderes comerciantes que nadie ha elegido, estímulos a la autoridad… Son diferentes formas de llamar a la extorsión, que en México es ya una epidemia. Delincuentes cobran piso a vendedores de tortillas, pollo o huevo. Criminales exigen pagos a comerciantes por instalar puestos en mercados callejeros, por abrir negocios en zonas de alta, media y baja plusvalía, o por producir tequila y mezcal. Policías piden cooperación a conductores para seguir su camino… Extorsionan a productores de plátano, a ciudadanos que tienen familia en Estados Unidos y mandan remesas, a albañiles y migrantes. A todos.
Parte del problema es la cantidad de casos que se denuncian, prácticamente ninguno. Según la encuesta mencionada arriba, el 96,7% de las víctimas de extorsión no denuncian los hechos, seguramente temerosos de las consecuencias. No es una cifra excepcional en el panorama mexicano. Según los cálculos de diferentes organizaciones dedicadas a monitorear el sistema de justicia, los niveles de impunidad en el país superan el 90%. Es decir, que nueve de cada 10 delitos nunca se resuelven.
En la capital, la Secretaría de Seguridad Ciudadana creó hace siete años una dirección especial contra la extorsión. Pablo Vázquez, jefe de la policía, ha señalado varias veces estos meses que hace falta cierta “madurez institucional” para encarar el problema. Si todo va bien, las denuncias subirán y así será por un tiempo. La dependencia señala que el año pasado atendieron 2.288 casos, la gran mayoría, 2.099, extorsiones telefónicas. Este año, solo hasta abril, ya eran en total 519. Uno de los mandos de la dirección, entrevistado varias veces en estos meses, señala que ese es el camino. “Hay que denunciar”, zanja.
Antes de llegar a la Torre del Caballito, la calle Guerrero serpentea entre colonias populares. De un lado, la colonia Guerrero, del otro, la Buenavista, geografías favoritas de Roberto Bolaño. A principios de año, Joaquín Del Mazo, nombre disfraz, rentó un local para poner un negocio de comidas. Ahí andaba con las obras, remodelando la fachada, cuando un día, de repente, llegaron tres personas, que se presentaron como trabajadores de la alcaldía Cuauhtémoc. Le dijeron que por hacer la obra y dejar el cascajo ahí tirado le iban a cobrar 25.000 pesos. Del Mazo les dijo que solo traía 2.000 y los otros, dirigidos por un tal Adán Valdez Serrano, le dijeron: “Al chile, dame 5.000, ya moví a la gente para que se fuera y parar el pago”. O sea, que si les daba 5.000, la supuesta multa quedaba en nada. Entre él y su mujer, Del Mazo consiguió 3.500 pesos, dinero que le dieron a Valdez. El supuesto funcionario tomó el dinero y les dejó unos números de celular. Por cualquier contratiempo.
Líderes y mafias
El sol de una tarde de abril cuece los toldos que cubren las calles República de Argentina, de Perú, de Bolivia, la frontera entre el turístico Centro Histórico y el barrio bravo de Tepito. Calles sobrepobladas de puestos de venta callejeros, las voces de cientos de personas, radios con cumbias densas bajo el calor espeso de invernadero, carga y descarga, qué va a llevar, pásele, pásele. Diana Sánchez Barrios, diputada local, activista trans, líder de comerciantes, avanza Argentina arriba esquivando cuerpos. La rodea una escolta policial y un séquito de fieles.
El color de los toldos cartografía el mapa del poder en el Centro. En estas calles, los rojos pertenecen a la organización de Sánchez Barrios; los azules, a otro líder. Solo en la Cuauhtémoc, la alcaldía más céntrica, unos 100 líderes de comerciantes se reparten el territorio con escuadra y cartabón, según el cálculo de la mujer, que hace unos meses sufrió un atentado a balazos en el centro, del que sobrevivió de milagro.
Los comerciantes pagan cuotas a sus líderes a cambio de protegerlos de las autoridades y de otros líderes, una situación tan normalizada que nadie asume lo que en realidad es: otra forma de extorsión. La venta callejera es un pastel extremadamente lucrativo con muchas porciones a repartir. Sánchez Barrios calcula —y estimaciones del CIDE le dan la razón— que hay dos millones de vendedores ambulantes en la urbe, de los que apenas unos 100.000 funcionan con permisos legales, en una ciudad de nueve millones de habitantes.
Los vendedores que laboran sin permiso lo hacen bajo el amparo de líderes como Sánchez Barrios. “Sabemos muy claramente de dónde a dónde llega cada organización y nos respetamos”, expone. No queda muy clara la estabilidad de esos acuerdos. En la última década, el gremio de líderes comerciantes cuenta 14 asesinatos, la mayoría cometidos por jóvenes encapuchados que huyen luego por el laberinto del centro, quemando las ruedas de una moto, como en el caso de la lideresa.
En el centro, los dominios de Sánchez Barrios lindan con los de otros líderes, muchos relacionados con La Unión Tepito, mafia con la que siempre han vinculado a la líder comerciante, sin que la justicia haya podido probarlo. “Cada líder [de la Unión] tiene sus calles, que controla con su gente”, señala un alto mando policial de la ciudad. “A veces, para algunas cosas, jalan juntos. Hay muchas células delictivas y cuando agarramos a uno, el otro ya se quiere apoderar de sus calles. En Tepito, es el pan de cada día. O pagas o te secuestro. Puede que estén incluso en un reclusorio y que tengan condenas de casi cadena perpetua, pero desde ahí siguen controlando. No te puedes meter porque esa calle es suya y si te metes, balacera”, añade.
La extorsión a los comerciantes supone un ingreso importante. Está tan normalizado, cuenta el mando, que a veces llegan vendedores con la policía pidiendo que negocien con los criminales para que les cobren menos. “¡Y la cosa es que no les cobren!”, exclama. El cobro de piso comenzó como un rumor en el centro y se extendió durante el Gobierno de Miguel Ángel Mancera (2012-2018), narra Sánchez Barrios. “Fue un momento de mucho caos social. La gente tenía que irse, dejar sus puestos, sus negocios, y se iban sin avisar, de repente: ‘Oye, ¿y fulano?’, ‘no, pues ya no está’. Llegaron, lo amenazaron, lo extorsionaron y se fue”, sigue la mujer. “Y ahí van, deteniendo a las cabezas [del crimen], pero pues, no para. Ahora salen [nuevos cabecillas], pero salen menores de edad, que es lo que más te preocupa. Y los agarran, y se matan, y vuelven a salir más menores de edad, y es algo sin controlar”, zanja.
Una mañana de hace dos años, en Iztapalapa, en el oriente de la capital. Una mujer agarra sus bolsas y sale al mercado a hacer el mandado. Su hijo queda en casa. De repente, suena el teléfono. “Tenemos secuestrada a tu mamá”, le dicen. Ponte pilas, le dicen, agarra lo que tengas de valor, dinero, joyas. Pide un taxi, le dicen, te vienes a tal plaza. El muchacho no piensa, solo actúa, su mamá no está, se fue al mercado. Quizá se la llevaron, quizá. Esculca su cuarto, busca dinero, algo. Llama un taxi y se va. La llamada continúa en su celular. Le tienen enganchado. Cuando el hijo se ha ido, la madre vuelve. Ve el desorden en su cuarto, el teléfono fijo descolgado. En esas, entra una llamada a su celular. Son ellos. Le dicen que tienen secuestrado a su hijo, que junte medio millón de pesos si no quiere que lo maten. El hijo ausente, el cuarto desordenado. Le da un vuelco al corazón. La suerte quiere que llame a la policía. Le dicen que no deposite, que ya van. Y llegan. “La mujer estaba en shock”, dice una de las agentes que la atendió, “se desmayó dos veces”. No es fácil, los criminales le han ido sacando información al hijo, han conseguido mantenerlo en la línea, incomunicarle. A la vez, usan la información para amedrentar a la madre, construir la idea de que saben todo sobre ellos. Los agentes le dicen a la madre y el resto de la familia que le manden mensajes de texto, contándole que los están extorsionando, que nadie está secuestrado, que es todo un engaño. Al final, el muchacho, que sigue al teléfono con los extorsionadores, los ve. Lo entiende y cuelga. Se han librado por poco. La madre ha estado a punto de depositar.
“Eso es violencia, viejo”
En una sala gris y triste hay un hombre que cuenta su ruina a regañadientes. Durante la pandemia su negocio quebró, las facturas se acumularon, hubo que volver a empezar. Los inicios son caros. Los bancos no atienden a la gente como él, trabajadores que viven al día, sin historial crediticio, dueños de nada, sin herencias, siquiera un lote baldío olvidado allá en el pueblo que hipotecar. Buscó opciones menos ortodoxas.
Le dicen el gota a gota porque te atrapan poco a poco y, cuando quieres darte cuenta, el agua te ha llegado al cuello. El hombre, cuyo nombre no aparece aquí por seguridad, comenzó con un préstamo pequeño. Lo cubrió y pidió otro. Ese primer prestamista era conocido, había sido cliente, cuate y amigo, un usurero, sí, pero del barrio de toda la vida: hasta sus madres se conocían.
Pero pronto, el hombre no pudo pagar. Así que pidió otro préstamo, a otro prestamista. Y cuando tampoco pudo pagar, pidió otro préstamo, a un tercer prestamista. La deuda se enmarañó, el caldo se hizo espeso. En pocos meses, debía 80.000 pesos de intereses caníbales. Ahí comenzaron los “va a valer madres si no empiezas a pagar”, los “voy a venir a hacer desmadre a esta casa y a ti te voy a matar”. Un día, pasaron por su negocio: gente pesada, de camionetas grandes y nuevas y sin placas, hombres armados, “en la colonia todos sabemos”. Le dieron tablazos por todo el cuerpo. El hombre huyó, rompió el chip del teléfono, quiso desaparecer.
El hombre tiene unos 40 años. Cuenta su historia en el área de secuestro y extorsión de la sede de la policía de la capital, una caja de cerillos de concreto sobre la glorieta de Insurgentes. Una luz blanca, tenue, como de aeropuerto viejo, ilumina la habitación. En el medio, una mesa en forma de U. El hombre se sienta en el centro, junto a un familiar. Agentes de diferentes campos —jurídico, cibernético, análisis táctico, investigación de campo, psicología, 14 personas en total, contando a reporteros y víctimas— escuchan y preguntan.
El hombre no quiere estar aquí, pero tiene que: él se fue del barrio, pero sus padres se quedaron. Los extorsionadores no tardaron en encontrarlos. Está en shock, se le olvidan los nombres, las fechas. Un agente de pelo engominado, camisa de mezclilla desabrochada y urgencia en la voz dirige la sesión. Frena al hombre cuando se atropella, pide detalles, intenta establecer una cronología con cierta lógica, un testimonio defendible ante un juez. Hace preguntas como:
—¿Le llegaron a amenazar con un arma?
—Nomás la sacaban.
—Eso es una amenaza, viejo, es violencia.
El hombre quiere huir de la ciudad, teme que puedan encontrarlo. Una psicóloga interviene con voz dulce: “La verdad es que lo que has venido haciendo no ha funcionado. El miedo te está paralizando. Creo que tienes mucha desconfianza y lo entendemos, pero necesitamos que confíes en nosotros”.
No todo es paranoia: lo lógico es que desconfíe. Ha pasado la vida en una colonia donde la diferencia entre la policía y los malandros es el uniforme. Y a veces ni siquiera. El gran reto es conseguir que las víctimas de extorsión, habitualmente personas con poco dinero y mucha necesidad, confíen en que son distintos a los uniformados con los que acostumbran a lidiar, que crea en las instituciones contra lo que dicta su experiencia.
—De este lado somos más, somos la gente que te apoya.
—¿Y qué pasa con las represalias? El papá del que me amenaza trabaja en la Secretaría.
—Nosotros somos la Secretaría.
—Ya, pero se escucha mucho de corrupción y eso.
Un día distinto, un funcionario de seguridad en la alcaldía Cuauhtémoc reconocerá: “Denunciar un delito es una pesadilla. Es un sistema que está diseñado para disuadir la denuncia. El hoyo negro es el sistema de justicia”. Hoy, el equipo multidisciplinar necesita la denuncia. Uno tras otro intervienen. Dicen cosas como “no te haremos falsas promesas”, “somos diferentes, por eso estamos escuchándolos”.
Le convencen: si los extorsionadores quisieran matarlo, ya estaría muerto. Le dicen: lo que quieren es tu dinero. Le repiten: no podemos darte garantías de nada, pero cuando aparecemos, este tipo de bandas se esfuman.
El hombre saldrá de la Secretaría de Seguridad e irá a interponer la denuncia.
Febrero, colonia Obrera. Dos hombres llegan en moto a una papelería. Buenos días, buenos días. Llevan sendos chalecos azul marino, y el logotipo de la alcaldía Cuauhtémoc en la solapa. Uno se deja el casco puesto, aunque, con la parte delantera levantada, su cara se ve perfectamente. Le dicen a la dueña que están haciendo revisión de documentos. Sin pensar demasiado, ella entrega los suyos. Los otros responden, casi sin mirar, que le faltan dos o tres. Que le tienen que cerrar, salvo que les entregue, en ese momento, 10.000 pesos. Negocian. Ella dice que tiene 1.400, que no tiene más efectivo. Y los otros, sin problema alguno, le dan un número de cuenta y le dicen que deposite el resto. Ella deposita una parte y se van. Pero al día siguiente, vuelven. Le piden lo que falta, unos miles de pesos, pero Juana Ibarra, nombre falso, ya se huele algo. Les pide el oficio donde especifiquen la documentación requerida, les dice que le muestren sus credenciales. Uno de ellos, incómodo, muestra rápido una credencial. Dice –miente– que el oficio se lo dio ayer. Al final, se van. Ya no vuelven. Ella le da vueltas y lo acaba denunciando. Se ha dado cuenta de que el nombre del titular de la cuenta a la que transfirió, aparece ahí mismo, en el recibo.
Un Audi negro
A una reunión como la del hombre del gota a gota llegaron, a mediados de febrero, Rubén Orozco y su esposa. Ambos se sentaron en la mesa en U de la sala y contaron lo sucedido. La visita de aquella pareja de jóvenes no tan jóvenes –“payasones”, como le había dicho su hijo– la llamada posterior, la extorsión, los retiros sin tarjeta, la huida familiar… Los agentes escucharon, tomaron nota. Algunos hacían preguntas, unas más generales, otras más concretas, el aspecto de los payasones, su vehículo, las referencias de los retiros, etcétera.
Orozco y su esposa sintieron que el aire se llenaba de oxígeno, él más que ella. Llevaban dos semanas durmiendo en moteles, con sus hijos desperdigados. Pero lo que habían escuchado en aquella sala gris y triste les había llenado de confianza. Pensaron en volver enseguida. Los agentes les habían dado un “código águila”, que servía para avisar a las patrullas del barrio. “Desde ese mismo día, pusieron una carpa de seguridad en la esquina”, cuenta Orozco.
Los policías se pusieron a trabajar. El director de los “leopardos de las nieves”, nombre interno de la dirección contra el secuestro y la extorsión, encargó el caso a uno de sus jefes de unidad. Lo primero era comprobar las cámaras públicas del lugar, ver si alcanzaban a observar a los payasones y su vehículo, tratar de reconstruir el camino que habían tomado después de visitar la taquería, con suerte ubicar su guarida. Pero el plan se cayó casi desde el principio. Como habían pasado más de siete días desde la visita, las imágenes, cosas del protocolo, se habían borrado.
Meses después de aquello, una mañana fresca de mayo, el jefe Jaguar, nombre inventado para proteger la identidad del policía, recuerda la investigación. “Con las cámaras depende, hay algunas que se borran a los siete días. Otras, en cambio, están hasta tres meses, depende mucho del lugar”, cuenta. Los policías se apoyan también en cámaras de seguridad privadas, mejores muchas veces que las públicas, con mayor resolución, incluso audio. Pero aquella vez no hubo suerte. Cerca de la taquería de Orozco hay una gasolinera con cámaras, pero las imágenes tampoco eran demasiado buenas.
Jaguar y su equipo cambiaron entonces de estrategia. Orozco había mandado retiros sin tarjeta a los extorsionadores, que los habían cobrado poco después. Había que buscar los cajeros donde habían acudido, comprobar el día, la hora y, de nuevo, mirar la cámaras. Ahí sí hubo algo de suerte. En la cámara de uno de los cajeros se alcanzaba a ver a la mujer que había ido a la taquería. En la otra, aparecía el coche en el que había llegado la mujer a Tacos Ruben’s, un Audi negro, tipo deportivo. No se veía la matrícula, pero sí el engomado en la parte trasera, un distintivo que ayuda en la identificación de los vehículos.
Era todo un reto, buscar una aguja en un pajar. “La cámara del cajero donde se veía el carro estaba sobre Circuito Interior”, cuenta el jefe Jaguar, en referencia a la gran circunvalación que rodea el centro ampliado de la capital. “Nos dimos cuenta de que cerca había un arco carretero”, uno de los pórticos gubernamentales con cámaras superpotentes, presentes en vialidades importantes de la ciudad, capaces de registrar las placas de los carros que pasan por debajo. Tenían la hora del retiro, el Audi negro debía haber pasado minutos antes bajo el arco. “En el primer barrido sacamos 300 posibles coches”, cuenta. “Luego, en un segundo barrido, seleccionamos solos los audis y lo bajamos a 10. Al final, nos quedó uno, el único que traía el engomado en el vidrio trasero”.
Ubicado el carro, la obtención de los números de matrícula fue casi automática. “Enseguida pedimos el historial de esa placa, y vimos que había pasado por el mismo arco varias veces recientemente”, cuenta el mando policial. La cuestión era esperar. En el momento en que el Audi negro pasara de nuevo bajo un arco carretero, las cámaras del C-5, el sistema público de vigilancia, lo seguirían. Tuvieron que esperar unos días, pero al final ocurrió. En la segunda semana de febrero, el Audi negro paso debajo de un arco en el norte de la ciudad. La alarma saltó y los monitoristas del C-5 lo siguieron hasta la colonia Pensador Mexicano, en la esquina noreste del Circuito Interior. Jaguar mandó dos autos con varios agentes de incógnito. No tardaron en ver el coche.
“El problema es que le habían quitado las placas y el engomado estaba tapado”, cuenta el mando policial. Los agentes hicieron guardia dos días, hasta que, por fin, una mujer salió de una casa cercana al Audi negro, con las matrículas en la mano. Era la misma de la cámara del cajero y de la taquería. “Se había tintado el pelo de negro, pero las cirugías plásticas la delataban”, sigue Jaguar. Los agentes la fotografiaron, vieron como abría el carro, arrojaba las placas en la parte de atrás, se montaba y se iba. No la detuvieron todavía: tenían que acabar de cerrar la pinza con la telefonía. Cuando la compañía del celular desde el que habían extorsionado a Orozco les dio la información, comprobaron que el aparato había sido usado precisamente allí, en la colonia Pensador Mexicano.
Cuando parecía que todo había acabado, llegaron los dos tipos en la moto. Se acercaron a su puesto, en un tianguis del sur. Le obligaron a acompañarles a una calle solitaria. Sacaron un arma. Le dieron un teléfono. Enseguida, escuchó una voz conocida. “No debiste dejar de contestar”, le dijo. La pesadilla revivía. De octubre del año pasado a finales de diciembre, Humberto Robledo, nombre ficticio, había estado pagando a sus extorsionadores cientos de miles de pesos, por la amenaza de lastimar a su familia. Incluso, en el último pago, cuando llegaron a la cantidad requerida, casi dos millones, les dijo: “Ya estuvo”. Sí, le contestó el criminal, “ve a vivir tu vida tranquila”. Robledo cambió de chip celular, quería empezar de nuevo. Pero a finales de enero, llegaron los tipos de la moto al tianguis… Ya no sabía qué hacer, había denunciado el caso desde el principio, pero en la Fiscalía le habían dado vueltas por todos lados, sin solucionar nada. Al final, él y su mujer fueron a la policía. “Cuando llegaron estaban devastados”, dice una de las agentes que los atendió. Lo primero que hicieron fue romper toda comunicación con los criminales, desengancharlos. Todavía no los detienen, pero entre el apoyo de una psicóloga y la cercanía policial, al menos ahora respiran.
Segunda Visita
Los extorsionadores sucumbieron al más humano de los errores: la avaricia. No contentos con los 20.000 pesos que le habían sacado la primera vez a la familia Orozco, volvieron por más. Ocurrió a mediados de febrero, cuando la policía ya había localizado al Audi negro en Pensador Mexicano. Para entonces, Rubén Orozco y su esposa acababan de reabrir su puesto. El hombre había cambiado su número de teléfono, una puerta cerrada a los extorsionadores. “Fue en el lapso de dos o tres días que perdimos de vista a la mujer”, dice Jaguar, un descuido. La mujer había salido una noche de casa con el auto y, en el cambio de guardia, los policías se despistaron.
En esos días, la mujer, a quien la policía identificó más tarde como Fabiola, volvió en el Audi negro a Tacos Ruben’s. Esa vez la acompañaba otro hombre. Alerta, Orozco bajó del puesto en cuanto la vio, las manos pringosas de picar suadero. La atajó a media banqueta: no quería que se acercara a su familia un centímetro más. Ella le dijo que le diera inmediatamente otros 20.000 pesos. Desde el coche, el hombre le gritó, “¡pero ya, en chinga!”. Él se llevó la mano al bolsillo del delantal y sacó 2.000, lo que tenía. “Y la chava me los agarra, se sube al carro y se van. Como diciendo, ‘volvemos, ¿no?’, algo así”, dice el hombre.
Orozco llamó enseguida al jefe Jaguar y le contó lo que había pasado. Le dijo que habían llegado en el Audi negro, que la mujer era la misma, pero que el hombre no. La policía ubicó el vehículo enseguida, gracias a las cámaras de seguridad. Días más tarde, compañeros de Jaguar detuvieron a Fabiola, a su acompañante el día de la primera visita a la taquería, Sareb, y a otra mujer. Los tres estaban en el Audi negro, con droga en los bolsillos. Jaguar llamó a Orozco para que fuera a la Fiscalía a reconocerlos. De los tres, el hombre reconoció a Fabiola y Sareb.
Los Orozco viven tranquilos de vuelta en su barrio. Hace poco celebraron su 20 aniversario con tacos para todos la clientela. Los asiduos llegan, la familia sirve y los olores a carne frita, a legua hervida, a salsas y limón cortado, dibujan una placidez callejera difícil de igualar. De la banda de extorsionadores faltan al menos dos personas por detener, el hombre de la segunda visita, y un tercero, que aparece en una de las cámaras de los cajeros. Orozco no parece preocupado. “No puedes vivir en una psicosis”, dice. “Por salud mental, no debes estar temeroso de todo y de nada, ¿no? Sí, te pasó, okay. Pero no quiere decir que te va a pasar todo el tiempo”.
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Edición visual: Mónica González y Gladys Serrano
Diseño & Layout: Mónica Juárez Martín y Ángel Herdora
Ilustraciones: Fernanda Castro